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Competencia Latinoamericana

Entrevista con Paula Hernández, directora de «El viento que arrasa»

Entrevista con Paula Hernández, directora de «El viento que arrasa»

La vida de Leni se limita a acompañar a su padre a predicar. En un viaje de regreso a la Iglesia, su auto se descompone y termina en un taller. Mientras el reverendo se propone salvar el alma del hijo del mecánico, ella advierte que es el momento de desafiarlo. En El viento que arrasa, película que participa de la Competencia Latinoamericana, la guionista y directora argentina Paula Hernández adaptó la popular novela homónima de su compatriota, la escritora Selva Almada. Dentro de la filmografía de Hernández también se destacan títulos como Las siamesas (2021, 36° Festival), que fue nominada como Mejor Película Iberoamericana en los Premios Goya, y Los sonámbulos (2019, 34° Festival), estrenada en TIFF y seleccionada por festivales como los de San Sebastián, Chicago y La Habana, entre otros.


¿Cómo fue el proceso de adaptación del libro de Selva Almada y cuál fue tu primer acercamiento a la novela?

Cuando Hernán Musaluppi de Cimarrón me ofreció adaptar el libro de Selva Almada, rápidamente encontré en ese material temas que me interesan: las familias, la descendencia, el encierro espacial, la endogamia, la concentración de pocos personajes en un espacio. Pero también se abría una puerta desconocida, que era el mundo religioso y el mundo rural. Soy agnóstica y plenamente urbana, y fue un trabajo interesante reflexionar sobre esas conductas ligadas a las nuevas creencias, pensar y tratar de entender la fe como no la había concebido antes y sumergirme en estos territorios donde la necesidad es fuerte y la ayuda a veces no llega. Esos sitios cooptados por el evangelismo y, en este caso, en zonas ligadas a la frontera. Tuve en claro que no quería caer en el estereotipo del pastor evangélico, porque Pearson es alguien más complejo que un cliché. Es alguien fanático y avasallante que cree ciegamente en su misión y la lleva adelante sin miramientos.
En términos narrativos, una de las preguntas que me hice fue desde dónde contar la historia. Cuando uno adapta un libro hay un montón de caminos posibles. Me gustaba lo que ocurría en el mundo familiar: no había otras mujeres más que una hija, no había madres, eran hijos criados por hombres. Me pareció interesante trabajar la mirada de una chica (que va haciéndose mujer) sobre el mundo que estaba transitando. Entonces, la primera decisión fue que la película, que es una especie de fábula donde se plantean ideas morales, se contara desde la perspectiva femenina, de Leni.
Tenía claro también que no me atraía contar una historia fragmentada en el tiempo, como es la novela, sino un relato en tiempo presente. Que fuera un viaje, y que en ese transitar de los personajes emergieran cuestiones del pasado, o bien por situaciones que cobraban otro sentido del libro original, o bien por vivencias que están inscriptas en la identidad de los personajes.
En ese sentido, esta película fue un salto hacia algo desconocido y estimulante, que trabajamos a cuatro manos junto a Leonel D’Agostino.

Una de las sorpresas de la película es la actuación de Almudena González. ¿Cómo fue el trabajo con ella y cómo construyeron al complejo personaje de Leni?

Almudena surgió de la convocatoria de casting. Vimos a alrededor de 500 chicas entre Uruguay y Argentina, y cuando ella apareció tuve la intuición de que podía ser una gran Leni, pero quizá una distinta a la que tenía en mi cabeza en el inicio: una elección de casting va más allá de la capacidad actoral de ese actor/actriz. Mientras la veía, me preguntaba qué Leni quería contar yo: ¿una que ya tiene claridad absoluta sobre lo que le sucede al arrancar la película? ¿O es alguien que va descubriendo lo que le pasa a medida que la historia avanza?
Almudena concentraba en ella la capacidad de vivenciar ese estado de ebullición de una chica que tiene aspectos infantiles, adolescentes y adultos, todos a la vez, y que vive con incomodidad, encerrada en un mundo que no elige. Tuvimos varios encuentros hasta que decidimos que sería Leni. Siempre me pareció muy lúcida, atrevida, inteligente en su comprensión de lo que se le pedía. Entendía la ausencia de lo femenino, la vida nómade y despojada, así como la fragilidad y la fortaleza que había en el personaje. Es una actriz con talento, con mucha capacidad de escucha y ambición. Esa claridad la hace ir hacia adelante para buscar, para jugar y para dejarse conducir corriendo riesgos. Es el tipo de elenco con el que me gusta trabajar. Almudena había hecho un pequeño personaje en Argentina, 1985, pero acá se trataba de otra cosa: cargar sobre sus hombros la mirada de la película. Usualmente no pienso si un actor/actriz tiene poca o mucha experiencia para encarar un personaje. Creo intuitivamente en lo que veo durante los encuentros de casting y me lanzo a la creencia de que lo que falta se conseguirá trabajando para llegar a lo que necesitamos. Entrenamos varios meses junto a María Laura Berch (directora de casting), Mariana García Guerreiro (foniatra) y el resto del elenco. El cine es una construcción colectiva que lleva tiempo y dedicación de las partes, tengan o no experiencia. En este sentido los meses de trabajo previos al rodaje, más la gran disposición y generosidad que tuvieron Alfredo y Sergi para con ella y con Joaquín en relación con la construcción de esas duplas, hicieron que lográramos tener cuatro grandes personajes.

Toda la película está filmada casi en su totalidad en el campo y en el taller mecánico. A pesar de lo monótono del paisaje y los pocos espacios que dispone el taller, encontraron la forma de exprimir ese lugar y crear un escenario tenso donde nadie puede escapar de los demás. ¿Qué tan arduo fue encontrar el lugar y definir la forma en la que lo iban a filmar?

Mientras escribo, suelo buscar referencias de lo que imagino. Para esta adaptación, busqué imágenes de cómo creía que deberían ser los espacios naturales, el taller, los pueblos cercanos a la frontera y de ese tipo de ruralidad, donde no hay un espacio y un tiempo definidos. El mundo de la Mesopotamia, arrancando por la zona de Misiones hacia abajo, era mi guía en la escritura. Y dentro de ese territorio teníamos que encontrar un taller aislado, en medio de la nada. La película narra un viaje, que necesariamente tenía que ir cambiando de paisaje hasta llegar a esa locación donde quedan detenidos y donde se desarrolla todo el segundo acto. Además, había que dar la idea de que los personajes recorren muchos kilómetros en caminos internos, de ripio, donde no transita nadie, y ese mundo del Gringo y el Chango era justamente ahí, aislado de todo. La historia de El viento que arrasa es encerrada, tensa, endogámica, y esas sensaciones había que contarlas espacialmente. Los primeros scoutings en Uruguay (donde finalmente filmamos la película) sirvieron para entender el entorno que recorrerían y, una vez que eso estuvo definido, nos focalizamos en el taller. Por cuestiones de presupuesto y de practicidad, tomamos la decisión de que ese decorado quedara relativamente cerca de Montevideo, a unos 50 km, para poder ir y volver diariamente a filmar durante las tres semanas que estaban dedicadas a ese decorado.
Todas las referencias que nos traíamos de nuestros diversos scoutings fueron buenas para salir a buscar ese taller “en medio de la nada”. Apareció un galpón desvencijado, rodeado de viejos chiqueros, con un terreno ondulado alrededor, que fue fundamental, porque podía pegarse bien con los paisajes que habíamos visto. Era perfecto y cerca. Se construyó una galería, se armaron espacios nuevos sobre lo que ya había construido, y abrimos huecos en las chapas para que el exterior estuviera siempre presente y conectado. No hay intimidad, todo se ve, todos los personajes quedan de esa forma expuestos y conectados, y con una sensación de estar a la intemperie. Se trajeron carcazas de autos, ruedas, llantas y todo tipo de desechos metálicos para ambientar. Hubo muchísimo que diseñar para el maravilloso equipo de arte, pero había una base muy buena en esa locación encontrada. Y, además, se me cumplía una de las cosas que yo más disfruto del cine: la mentira espacial, esa especie de Frankenstein que se arma con sitios diversos, de a pedazos. Esos lugares se unen solo cinematográficamente dando un sentido de verdad que le pertenecen nada más (y nada menos) que al imaginario de la película. Hay cosas que parecen lejanas en su distancia (el taller, el pueblo fronterizo, la casa de Zack), pero estaban ahí nomás de una zona urbana, y otras para las que hubo que meterse en sitios muy complejos de llegar, de largas caminatas porque no llegaban los autos, pero su impronta era incomparable. En ese sentido, el diseño de producción, arte y locaciones fue perfecto: cuando era mejor estar cerca, lo estábamos; cuando necesitábamos mucha estructura humana y técnica contábamos con ella, así como por momentos era mejor salir a filmar con una mínima estructura y poca gente. La combinación de todo esto fue apropiada para esta película compleja.